Cómo derrotar a la ultraderecha sin pronunciar la palabra fascismo

Publicado originalmente en eldiario.es el 26/11/2018 y republicado en Open Democracy, en castellano e inglés.

(Entradilla) El triunfo de Bolsonaro en Brasil encierra importantes lecciones para la izquierda mundial. Para ganar la batalla a la ultra derecha, las izquierdas deben entender que se enfrentan a un enemigo fragmentado diferente del unitario fascismo histórico

El 12 de octubre de 2014, un conjunto de artistas convocó en São Paulo un acto de apoyo a Dilma Rousseff, candidata presidencial del Partido dos Trabalhadores (PT). Artistas como Otto, Karina Buhr o Lucas Santana manifestaron su apoyo crítico a Dilma en un evento llamado Treze tons de vermelho (trece tonos de rojo). Aécio Neves, candidato del conservador Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB), lideraba las encuestas. La polarización de la campaña había subido en decibelios. El tono de ambos candidatos era visceral. Se respiraba odio. Se invocaba el miedo. Ambos lados estaban apostando por un binarismo categórico.

Algunas corrientes minoritarias del PT intentaban renovar las narrativas con iniciativas como Podemos Mais, para intentar conectar con las multitudinarias protestas de junio 2013, las denominadas «jornadas de junio». Sin embargo, la campaña oficial de Dilma Rousseff era un rodillo contra las nuevas narrativas y prácticas surgidas desde 2013. El evento Treze tons de vermelho era una bocanada de aire fresco en medio del lodazal electoral. Mandaba un recado a las consignas unitarias y los símbolos históricos del PT. Rojo sí, pero con trece tonos.

Detrás de las luces y estéticas de aquellos conciertos estaba el activista Paulinho Fluxus. Paulinho, que no esconde su izquierdismo, llevaba años recorriendo São Paulo vestido de rosa, con un carrito de supermercado con cañones de plástico. El rosa era su nuevo rojo. « Ese color de la fragilidad puede tornarse potente. Un carrito de supermercado es capaz de enfrentar a cincuenta hombres de la tropa de choque y salir ganando en la foto», afirmaba en 2013 a Folha de São Paulo.

Durante las jornadas de junio, Paulinho Fluxus, junto a un grupo de activistas, disparó desde un rascacielos un láser en la cara del presentador del informativo de la Rede Globo en São Paulo. Sus «disparos estéticos», que obligaron al presentador a citar la manifestación que cercaba la emisora aquel día, servían de metáfora de unas revueltas polifónicas, fragmentadas y descentralizadas en las que cualquier mensaje unitario se derretía. Tanto la derecha como la izquierda quisieron apropiarse, sin éxito, de las jornadas de junio.

La campaña presidencial de Dilma Rousseff de 2014 intentaba barrer la heterodoxia de aquellas protestas. Forzando la polarización contra su enemigo clásico, el PT aspiraba a controlar el tablero de juego. Azuzar el miedo a la derecha trajo de vuelta a críticos por la izquierda. Y Dilma ganó las elecciones. La estrategia del petismo tendría consecuencias inesperadas: un antipetismo superlativo que cristalizaría en un falso  outsider, Jair Bolsonaro. Al otro lado de la polarización nacía un monstruo. Un monstruo nuevo, diferente, de mil cabezas. Un monstruo que, hiperfragmentándose, acabaría ganando la batalla rehuyendo el combate cara a cara.

En 2015, los anifestantes de las marchas contra Dilma defendían, paradójicamente, pautas progresistas y rechazaban la presencia de políticos. Esas protestas crearon una atmósfera para la fragmentación de junio de 2013 que el PT despreció. No eran, todavía, de ultra derecha. En 2016, el mismísimo Lula enterró la posibilidad de entender los mensajes segmentados de las jornadas de junio. El 18 de marzo de 2016 Lula dió un discurso en la Avenida Paulista de São Paulo para redondear el «ellos o nosotros». Ellos «compran ropas» en Miami, dijo, y nosotros «compramos en la 25 de março» (una región populachera). Izquierda o derecha, rojos o azules, buenos y malos. No sospechaba que aquel «nosotros» cerrado estaba alimentando un «ellos» vigoroso, inclusivo y diverso. Aquel «nosotros» vestía un único color rojo. Las banderas brasileñas de las manifestaciones del «ellos» ya incluían 1001 tonos de verde amarelo y 1001 gritos de indignación.

Discursos prêt-à-porter

Hace unos meses, la campaña de Jair Bolsonaro era apenas un lema: «Brasil acima de tudo, Deus acima de todos». Nacionalismo y moralidad religiosa. La familia como espacio de acción. El miedo como telón de fondo. Los ataques agresivos de Bolsonaro contra la izquierda eran la gasolina. La simplicidad de las ideas de la campaña permitió la apropiación. Y la campaña la hizo la gente. Los mensajes, los memes, los vídeos, surgían de la gente. Valía y cabía todo. Cualquier estética, tipografía, grito. La auto organización tecnopolítica de la sociedad civil que caracterizó el ciclo de las plazas de 2011, en el caso brasileño estuvo del lado de los votantes de Bolsonaro.

Mientras la campaña del PT estaba construida sobre mensajes unitarios de inclusión, justicia o igualdad, Bolsonaro lanzó discursos diferentes, segmentados para diferentes públicos. Y la gente despedazó los mensajes y los puso en circulación. Aquí yace una lección mayúsculas para las izquierdas. Los intelectuales progresistas hacen manifiestos; la ultra derecha incentiva que la gente haga vídeos y memes para los grupos de WhatsApp familiar. La izquierda habla de grandes ideales; Bolsonaro, Trump o Salvini preparan discursos explosivos llenos de emoción, orgullo o violencia.

Usan  fake news, sí. Pero la lección política no es que sean mentira, sino que esa desinformación encaja a la perfección con malestares, deseos y subjetividades reales. «Los hechos alternativos son hechos afectivos, bits de información que evocan un sentimiento que es preferible a las verdades subrayadas por los hechos», asegura Peter Zuurbier, académico que investiga la affect theory (teoría de los afectos), en un artículo reciente.

La paradoja es que los candidatos de ultra derecha apelan al orden sembrando el caos. Se presentan como salvadores tras usar una estrategia militar denominada psico ops, introducidaen las disputas electorales por SCL Group, empresa matriz de Cambrigde Analytica, acusada de incentivar el Brexit y apoyar a Donald Trump. Si las nuevas izquierdas abandonan su tono  anti-establishment, la ultra derecha ocupará ese espacio estratégicamente. Si solo habla de orden, perderán su base. Presentarse como ordenada solución al caos y mantener el tono  anti-establishment es uno de los grandes desafíos de la izquierda.

Por otro lado, la etiqueta fascismo, no solo no se ajusta a la realidad hiperfragmentada del siglo XXI, sino que es casi inofensiva. Evocar el antifascismo despierta resistencias populares parala población más politizada, sobre todo en Europa. Sin embargo, parece insuficiente para enfrentar al monstruo de mil cabezas de la ultra derecha. El discurso magnánimo contra el fascismo no es eficiente contra millones de personas que votan a la ultra derecha y no se consideran fascistas. Mientras el antifascismo sea solo discurso y no práctica, consignas y no comunidades barriales, la ultra derecha crecerá presentándose como solución a los problemas y miedos concretos de la gente.

La gente simple

Los discursos de Jair Bolsonaro incluían constantes citas a «ciudadanos simples». También guiños a culturas mal consideradas (como las músicas  sertaneja caipira) o a regiones olvidadas (como el Centro Oeste o la Amazonia). Bolsonaro ha arrasado en ese Brasil olvidado y estigmatizado por la élite cultural progresista. El Brasil brega, término usado para todo lo cutre, ha alzado la voz y el voto. El periodista Leando Demori destaca que Bolsonaro ha incluido a las personas «menos letradas», a gente que según la izquierda no «tiene nivel para saber qué es una persona transgénero» o no entiende la priorizad de las ciclovías.

Bolsonaro ha arrasado en la  clase C (clase media baja) así como Trump o Le Pen lo hicieron en una clase obrera desubicada por la globalización e ignorada por las élites culturetas. La superioridad moral de la izquierda, que estigmatiza al «obrero de derechas», el gusto cultural cutre de un habitante de favela o a la España vacía de la que habla Sergio del Molino, ahonda la brecha. Talíria Petrone, elegida diputada federal por el PSOL por Río de Janeiro, afirma que «la izquierda tiene que volver a los territorios», pero «no para llevar una verdad, si no para escuchar». La afirmación sirve también para todas las áreas metropolitanas y para las regiones rurales del mundo.

El auge de Bolsonaro en los territorios más violentos está relacionado con el auge de las iglesias evangelistas. Mientras las organizaciones progresistas perdían espacio en las favelas y en el interior de Brasil, las iglesias evangélicas iban construyeron una verdadera red comunitaria de apoyo mutuo y de solidaridad. Aunque existen corrientes progresistas como la Teologia da Missão Integral, la izquierda ha estigmatizado al mundo evangélico, cediéndole el monopolio de acción social en muchas periferias. La izquierda, para disputar el desencanto en las periferias, tiene que volver a los territorios.

Escuchando, construyendo espacios para ser habitados, facilitando la auto organización sin procesos de cooptación. La izquierda española tiene que tolerar los gustos de las clases populares, por muy «cutres» que les parezcan. Si no, el huracán VOX crecerá y crecerá. Urge cuñadizar el lenguaje, como apunta el colectivo Homo Velanime. Urge disputar el campo político de la familia. Un discurso familista progresista, especialmente en América Latina y el Sur de Europa, puede ser más útil para espantar el miedo al futuro que los grandes valores de la izquierda.

Símbolos nacionales

Tras el susto del primer turno, la campaña del PT cambió radicalmente. La bandera brasileña sustituyó al color rojo. La estrategia era una tardía reacción al bolsonarismo, que se adueñó totalmente de la bandera brasileña. Desde las revueltas de junio de 2013, la izquierda se alejó de los símbolos patrios. A partir de 2015, la marea verde amarela creció, convirtiendo la bandera y las camisetas de la CBF (Confederação Brasileira de Futebol) en sus iconos. Abandonar la bandera, en un país nacionalista donde hasta los terreiros de candomblé tienen banderas y el fútbol de la selección es religión, fue uno error catastrófico para el PT.

Las derechas están sacando provecho a las pautas identitarias, especialmente al nacionalismo. Sin embargo, su nacionalismo económico es un falso patriotismo inclusivo lleno de trampas. Disputar los símbolos nacionales, resignificándolos, tejiendo alianzas con la ciudadanía de otros países, es una de las tareas más complejas de las izquierdas. Para no caer en un populismo nacionalista simplón, la estrategia debería combinar narrativas populares y ciudadanistas. Rojo y narrativas populares (incluso antifascistas) para los politizados. Narrativas múltiples y ciudadanistas para una nueva multitud que prefiere las campañaspuntuales a la militancia constante. Discursos hipersegmentados para ganarse a cada uno de los públicos del fragmentadísimo Leviatán del neofascismo.

Al mismo tiempo, las nuevas izquierdas que gobiernan tienen que lanzar políticas públicas contundentes para los nuevos excluidos (especialmente para clases medias empobrecidas), sin perder el tono  anti-establishment contra las élites. Y construir dispositivos de escucha ciudadana, digitales y presenciales, para canalizar malestares y dar voz a todas las manifestaciones culturales, incluidas las cutres. Las izquierdas tienen que poner en marcha una respuesta que sustituya la inseguridad por acción e ilusión colectiva. Y han de desplegar un abanico de deseos que sea mayor que el miedo.

Renombrar el monstruo

Publicado en ctxt.es el 05/12/2018 

(Entradilla) La nueva ultraderecha, a diferencia del fascismo histórico, huye de cualquier unidad. Para no sucumbir ante ella, hay que redefinir el engendro. Y combatirlo con prácticas comunitarias y discursos fragmentados

Bajo un claro cielo de junio de 1944, Primo Levi echó a andar junto a Jean, el pinche de los carceleros nazis en Monowitz, uno de los tres campos de concentración de Auschwitz. Primo Levi, mientras caminaba para buscar la sopa, le explicaba la Divina Comedia de Dante. Le daba detalles sobre la división del infierno. A lo largo de Si esto es un hombre, sus memorias descarnadas sobre Monowitz, Levi intenta definir el monstruo y lo monstruoso. “Por qué calculada razón los alemanes habían creado este mito monstruoso”, se preguntaba. “Al viejo fin de eliminar o aterrorizar al adversario, unían un fin monstruoso, el de borrar del mundo pueblos y culturas enteros”, escribía. Levi relató la “locura geométrica” de los soldados alemanes: “Cuando suena esta música sabemos que nuestros compañeros salen en formación como autómatas; tienen las almas muertas y la música los empuja, y es un sustituto de su voluntad. La voluntad ya no existe (…) Los alemanes lo han conseguido. Son diez mil y son sólo una máquina gris: no piensan y no quieren, andan”.

Desde el fin de la segunda guerra mundial, el monstruo ha sido metáfora habitual para el fascismo. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, merodeó obsesivamente sobre el monstruo y lo monstruoso: “No se conmueven cuando el monstruo comienza a devorar a sus propios hijos y ellos mismos se convierten en víctimas de la persecución”. El italiano Antonio Gramsci insinuó que el fascismo era un monstruo provisional que surge mientras el viejo mundo se muere y el nuevo aparece.

El ascenso al poder de Donald Trump en Estados Unidos, de Matteo Salvini en Italia y de Jair Bolsonaro en Brasil ha relanzado la palabra monstruo como sinónimo de fascismo. Monstruos en Vistalegre (tras el mitin de Vox). ¿Cómo un monstruo llegó al poder en Brasil?Bolsonaro, monstruo o mito. El filósofo Harrison Fluss recurre a Behemoth y Leviatán, monstruos de la mitología hebrea, para hablar del bestiario fascista de la ultraderecha: “Son bestias opuestas. Behemoth representa la autoridad estatal tradicional; Leviatán, el espíritu de empresa pirata capitalista”. Behemot es el hipopótamo tradicionalista. Leviatán, la serpiente marina y neoreaccionaria. Fluss afirma que la nueva ultraderecha contiene “visiones del mundo opuestas”: es Behemoth y Leviatán simultáneamente. Complejizando la ecuación, el filósofo advierte del peligro de usar la categoría fascismo. Las nuevas ultraderechas usan nuevos ropajes sobre el monstruo histórico. “Un nuevo fascismo, con su retahíla de intolerancias, prepotencias y servidumbre, puede nacer fuera de nuestro país y ser importado, teniendo otros nombres”, advertía Primo Levi.

La pregunta, atravesando un siglo convulso, explota en espiral. ¿La deshilachada ideología de Bolsonaro o de Trump de discursos contradictorios encaja con el fascismo de pensamiento único? Las narrativas cocinadas descentralizadamente por sus seguidores, ¿no son la antítesis de la propaganda vertical del fascismo? En el caso de Vox, del Frente Nacional francés o de la Liga Norte italiana, ¿estamos ante la vieja “infección latente” de considerar que “todo extranjero es un enemigo” que denunciaba Primo Levi? Si la nueva ultraderecha puede ser Behemoth y Leviatán al mismo tiempo, ¿podrá ser cuatro monstruos? ¿Un monstruo de cien cabezas?

El miedo

John Carpenter, figura de culto del cine de terror, define el miedo (y los monstruos) con dos historias. En una aldea, alrededor del fuego, el chamán apunta a la oscuridad: “Ahí está el terror”,  “en la selva y sus peligros, en la aldea de al lado, en países lejanos, en todo lo que nos es otro. Ese es el primer miedo”. En todas las culturas, el miedo al otro y a lo desconocido cristaliza en monstruos mitológicos. El minotauro, medio toro y medio hombre, se alimenta de carne humana en el laberinto de Creta. El burak musulmán tiene cara de hombre, orejas de asno y cuerpo de caballo. El kurupí de los guaraní deja las florestas en noches de luna llena para atormentar la vida de los indios. Godzilla, el dinosaurio surgido tras las bombas atómicas, genera caos en Japón.

Cada época tiene sus monstruos. En la Edad Media proliferaban los bestiarios, inventarios de bestias legendarias. En la Europa de entreguerras, los miedos fueron coagulando en un monstruo capital. En medio del caos, el irlandés William Butler Yeats preconizaba el nacimiento una bestia con cuerpo de león y cabeza de hombre: “Todo se desmorona; el centro cede / la anarquía se abate sobre el mundo / los mejores no tienen convicción, y los peores/ rebosan de febril intensidad”. Y el monstruo  nació. “Nuestro mito es la nación —afirmaba Benito Mussolini —, y a esta grandeza subordinamos todo lo demás”. Ese mito unitario, alimentado por el odio a las minorías, por el deseo de ser comunidad, propició un movimiento de masas para el fascismo. El filósofo alemán Walter Benjamin denunció que los fascistas querían “adueñarse del mito como tal”. Benjamin teorizó la estetización de la política que el fascismo construyó con ayuda de la radio y el cine: “El culto a las estrellas del cine exige la condición corrupta de ese público, con la cual el fascismo trata de poder sustituir su conciencia de clase”.

Sería naif disociar el fascismo histórico de las nuevas ultraderechas. Sería simplista usar el fascismo como adscripción categórica para los complejos movimientos surgidos alrededor de Donald Trump o Jair Bolsonaro. Lejos de ser una unidad, el trumpismo o el bolsonarismo son un magma heterogéneo sobre el que flotan malestares dispersos. Lejos de existir una doctrina coherente de mensajes políticos, la fuerza ultra de Trump y Bolsonaro reside en la producción de discursos hipersegmentados dirigidos a públicos diferentes. Discursos viscerales contra enemigos concretos. Mensajes adaptados y distribuidos por una red sin centro en la que cada seguidor es emisor y receptor simultáneamente.

Lejos de usar ideas cerradas, la nueva ultraderecha fabrica emociones abiertas para espantar el miedo. Odio contra enemigos externos (Trump, Salvini, Le Pen) o internos (la izquierda en el caso de Brasil). Los nuevos líderes ultras arremeten contra la intelectualidad del neoliberalismo progresista. Bolsonaro se dirige con frecuencia a las culturas estigmatizadas y al Brasil olvidado por las élites progres (evangélistas, favelas, habitantes de la Amazonia y Centro Oeste). Y en medio del caos nace un río de memes afectivos y una nueva comunidad ficticia (nacional) que hace más llevadera la era líquida.

Sería naif pensar que ha vuelto el monstruo de siempre, el fascismo magnánimo. Sería un error pensar que evocar el fascismo va a movilizar automáticamente a la sociedad. ¿Qué hacer? Mientras el mundo nombra al viejo monstruo para combatirlo, la nueva ultraderecha despedaza con rapidez la modernidad liberal. Si el presente se quedó sin futuro/utopía, la ultraderecha se apoya en un pasado de grandeza nacional y en un turbo capitalismo mitificado que trasciende el tiempo de los hombres. El coche Tesla Roadster que Trump lanzó al espacio y una cruzada etno-religiosa rellenan de emociones este presente-sin-futuro.

Imposible derrotar al nuevo monstruo nombrando al antiguo. Imposible nombrar al nuevo con un único vocablo. Si la nueva ultraderecha consigue ser simultáneamente Behemoth y Leviatán, podría ser mil monstruos. Y tener, como apuntaba Levi, “nuevos nombres2.

Monstruos vulnerables

Jorge Luis Borges, en colaboración con Margarita Guerrero, publicó en 1957 El libro de los seres imaginarios. En las entrelíneas de este bestiario contemporáneo, nos topamos con muchos monstruos vulnerables. Casi todas las bestias tienen un punto débil. El dragón chino es inofensivo si le quitamos la perla de su estómago. Es fácil atrapar un unicornio si le tendemos una celada con una niña. A los lemures, las almas de los muertos malvados, se les espanta tocando los tambores. Ser vulnerable es una condición para ser monstruo.

Mientras se renombra el monstruo, urge encontrar antídotos. Conjuros, herramientas, métodos, rituales. En la introducción del libro Antifa se define el antifascismo como un método con muchas formas: “Ahogar los discursos de los fascistas con cánticos, ocupar los lugares de sus actos antes de empezar o impedir físicamente la venta de sus publicaciones”. El método es, ante todo, un antifascismo cotidiano, un día a día barrial. Un método que crea sentidos comunes contra las bases del fascismo, “el racismo, el sexismo, la homofobia y otras formas de opresión”.

Pier Paolo Pasolini preconizó en 1975 que el consumismo era el nuevo fascismo, “una nueva forma de vida jamás vista, más difícil de ser combatida”. La inclusión por el consumo del thatcherismo inglés, de la transición española o del lulismo brasileño aniquiló muchas redes de apoyo mutuo comunitarias. El repunte del discurso identitario flota sobre los escombros de una socialdemocracia neoliberal que arrasó la organización territorial de las clases populares. Por eso, es clave reconstituir la vida de las comunidades reales para combatir el make America great again de Trump o la España grande y única, que apela a una familia imaginaria-nacional. ¿Qué cánticos, ritos o amuletos pueden combatir a los nuevos monstruos? ¿Vale la pena renombrarlos?

Los antídotos

La premiada webserie Cabanyal Z recrea una Valencia apocalíptica casi destruida por la Fórmula , la Copa América y los pelotazos inmobiliarios. El Ayuntamiento, a cambio de las Olimpiadas de 2024, convierte a sus vecinos en cobayas humanas de un virus que los marines estadounidenses van usar en Afganistán. Algo sale mal: el virus convirtió a miles de valencianos en zombis. La resistencia se organiza en el barrio del Cabanyal. Y el antídoto lo tienen los gitanos. Los vecinos recorren el Cabanyal repartiendo jeringuillas para resistir la invasión zombi. Resisten de forma colectiva, tejiendo red vecinal. El zombi es una metáfora del neoliberalismo que transforma las ciudades en parques temáticos. El zombi también es la normalidad: el consumidor, el familiar que especuló durante la burbuja, el vecino individualista. Cabanyal Z contiene una lección para esta era monstruosa: a la apocalipsis sólo se sobrevive colectivamente. La red de iglesias evangélicas de Brasil, una de las bases electorales de Bolsonaro, creció sobre el vacío que el Estado y las izquierdas dejaron en el territorio.

El proyecto Gri Gri Pixel, que conecta a makers africanos que usan impresoras 3D y movimientos barriales de Madrid, prueba que un amuleto puede ser también antídoto. Un gri gri, en el golfo de Guinea, es un amuleto que espanta demonios. Mediante la fabricación de grigris u objetos mágicos, el proyecto protege y reencanta espacios urbanos a través de talleres colaborativos. Construyendo colectivamente objetos útiles para el barrio frenan los procesos de mercantilización que acaban atrayendo a los monstruos. Los mecanismos de reciprocidad y apoyo mutuo son siempre antídotos. Frente al discurso contra la inseguridad de la ultraderecha, el modelo relacional de María Naredo busca una seguridad que pasa por repoblar la calle de relaciones de vecindad, incluso entre desconocidos. El tequio mexicano y el mutirão brasileño, mecanismos de trabajo colectivo no remunerado que todo vecino debe a su comunidad, sostienen a la sociedad. De las prácticas colectivas, surgen historias fragmentadas para liquidar a la bestia. De redes globales como Ciudades sin Miedo, nacida en Barcelona, emana un meta relato contra la ultraderecha. ¿Cómo acompañar los discursos con prácticas que los sostengan y viceversa?

En Italia, la red Alpinismo Molotov nació en 2014 para descolonizar de fascismo el imaginario de las montañas. Si la leyenda ubica a Mussolini esquiando a pecho descubierto por las cumbres, Alpinismo Molotov teje mitologías antifascistas a partir de paseos colectivos. Caminar juntos para narrarlo. Práctica antes que discurso. “El Alpinismo Molotov es una actividad colectiva y no contempla lo solitario: comenzamos y volvemos juntos, ajustando el ritmo al ritmo más lento. No abandones a los compañeros”, dice su manifiesto. Los militantes de Alpinismo Molotov caminan para visibilizar el “depósito de historias y signos de revueltas pasadas, resistencias que esperan tener una nueva voz”. Caminar, narrar colectivamente mitos donde mueran los monstruos. Porque el minotauro también fallece en la leyenda, estilizada por Borges en La muerte de Asterión: “¿Lo creerás, Ariadna?, dijo Teseo. El minotauro apenas se defendió”.

Acariciar al monstruo

El chamán de John Carpenter que cuenta la historia de los dos miedos apunta ahora a su pecho: “El segundo miedo está dentro de nosotros. Está en el corazón humano y es el más difícil de contar, porque implica que todos somos parte del mal y lo monstruoso”. Todas las personas pueden ser un monstruo. El monstruo es nuestro vecino. Habla nuestra lengua. “Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir”, escribió Primo Levi.

Para derrotar a los monstruos, el atajo es el antídoto. Para matar a Godzilla, la mejor opción es conseguir el “destructor de oxígeno”, tarea casi imposible. Afortunadamente, los rodeos también sirven. Cuando observamos a Godzilla, entendemos que su aliento atómico es una defensa. Y que también se emociona. Godzilla, aunque ataca a Japón, no permitió nunca amenazas sobrenaturales contra los japoneses. Godzilla es –podría llegar a serlo– una garantía de comunidad.

Es posible que haga falta renombrar al monstruo. Aunque tal vez que no haga falta matarlo con violencia. El aliento emocional de la comunidad puede traer de vuelta al monstruo. Quizá baste con mirar con comprensión, con entender que algunos temores y deseos de los votantes de la ultraderecha coinciden con los nuestros. Antes de estigmatizar a nuestro vecino como zombi, pensemos que también es una víctima de la bomba atómica del neoliberalismo. Quizá valga la pena intentar acariciar al monstruo. En el Libro de los seres Imaginarios, Borges describe un monstruo escrito por Kafka, una cruza, mitad gatito,  mitad cordero. La caricia sustituye al arma. La comprensión al odio. “En mis rodillas –escribe Kafka– el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí, es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene uno solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros”.

Jair Bolsonaro, el nuevo hijo de Brasil

Publicado en ctxt.es el 17/11/2018

El pasado 4 de octubre Jair Bolsonaro, líder del Partido Social Liberal (PSL), plantó al resto de candidatos presidenciales en el último debate televisivo antes del primer turno de las elecciones. Su excusa fue que estaba recuperándose de la cuchillada que sufrió durante la campaña. Sin embargo, Bolsonaro dio una entrevista en el mismo horario en la TV Record, la segunda más importante de Brasil, dominada por la evangelista Igreja Universal do Reino de Deus. Mientras el resto de candidatos debatían con solemnidad y chaqueta en la Rede Globo, Bolsonaro conversaba con vaqueros y camisa. Un detalle revelaba que hablaba para otro Brasil: criticó a los artistas de la Lei Rouanet (ley de mecenazgo) y defendió recursos para la música sertaneja. El ecosistema izquierdista no tardó en reírse públicamente del “mal gusto musical” de Bolsonaro, ese tosco excapitán del Ejército.La música sertaneja, muy popular en el interior de São Paulo y en la región Centro Oeste, es considerada de poco valor por los músicos más internacionales de Brasil. La estética de cowboys de sus cantantes y su temática amorosa no encaja con la música for export financiada por la Lei Rouanet. En la Amazonia, otro estilo musical, el tecno brega, provee una jerga para lo que es considerado cutre: brega. Los barcos que surcan los ríos de la Amazonia escupen “cutre” tecnobrega. Y los artistas del bregatienen millones de fans en el norte del país, a pesar del ninguneo del circuito cultureta progresista. La élite cultural, unida históricamente al lulismo, tampoco respeta el estilo más popular en las favelas de Río de Janeiro, el funk carioca, una ecléctica mezcla de miami bass y batidas electrónicas. El voto a Bolsonaro se ha disparado en las tierras de la música sertaneja (Centro Oeste), del tecnobrega (Amazonia) y del funk carioca (Río de Janeiro). ¿Casualidad? ¿Por qué Jair Bolsonaro acabó dirigiéndose al Brasil brega en el final de su campaña?

Bolsonaro ya había conquistado el voto de su núcleo duro. Los primeros estudios sobre el votante del excapitán revelaban un perfil de “hombre blanco, de clase media, con estudios superiores y de las regiones sur y sudeste del país”. El discurso del Bolsonaro inicial, radicalmente antipetista y anticorrupción, con declaraciones protortura o insultos a minorías funcionó para su núcleo duro. Bolsonaro sabía que nadie puede gobernar Brasil sólo con los votos del sur. Necesitaba una fórmula transversal para conquistar a las clases populares. Y una alternativa para conectar el sur con el norte sin pasar por el nordeste, bastión de la izquierda. Nadie, desde el fin de la dictadura, lo había conseguido.

En los últimos dos meses, Bolsonaro elaboró un paquete de discursos, algunos contradictorios entre sí, para consolidar su plan hegemónico. Su desparpajo anti establishment ha seducido a los jóvenes (el 60% de sus votantes tiene menos de 34 años). Hablar de seguridad le ha granjeado la confianza de quienes ganan entre 2 y 5 salarios mínimos, muchos de los cuales viven en las periferias urbanas. Su tema estrella, la familia, ha sido el talismán que ha unido al país contra el PT. Los votantes de centro-derecha han emigrado en masa del Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB) y el Movimento Democrático do Brasil (MDB) hacia Bolsonaro. Y usar a Dios en todos los discursos ha sido otra variable del pack Bolsonaro. Lula llegó a pactar con la bancada evangêlica del congreso, pero ignorando la cosmovisión y las prácticas sociales de los treinta millones de evangelistas de Brasil. A una semana de las elecciones, Edir Macedo, jefazo de la Igreja Universal do Reino de Deus, exaliado de Lula, pidió el voto para Bolsonaro, que se define a sí mismo como “un católico que frecuentó durante diez años una iglesia baptista”.

Los discursos prêt-à-porter de Bolsonaro llegan simultáneamente a un conductor de Uber, a una padre de familia en paro, a un universitario, a una empleada doméstica o a un agricultor. La gran incógnita era si la alianza norte-sur iba a funcionar.

Bolsonarismo, una fórmula nacional

La taquillera película O filho do Brasil, estrenada en 2010, relataba la vida de Lula da Silva. Mitificaba el periplo de Lula desde su natal Pernambuco hasta Brasilia, pasando por el área metropolitana de São Paulo donde forjó su carrera política, que acabaría reforzando el eje político y cultural del lulismo. En 2002, Lula se convirtió en el nuevo presidente-mago interregional proveniente de la clase popular. Era el nuevo filho do Brasil. Hace dos meses, el analista político Marcos Nobre destacaba la gran fortaleza de Lula: su capacidad de unir el norte y sur.  En su artículo, Nobre ni citó a Jair Bolsonaro. No sospechaba que el excapitán ya estaba explorando una nueva ruta para atravesar Brasil de norte a sur. Y que tendría éxito.

En las elecciones de 2014 apareció una figura que disputaba el legado del lulismo y era competitiva en el eje norte-sur, Marina Silva. Y el Partido dos Trabalhadores (PT) la machacó. En estas elecciones, el centro izquierdista Ciro Gomes, otro aspirante histórico al puente interregional, sufrió el juego sucio del PT. “Lula no pretende dejar que le arrebaten su posición de puente norte-sur”, escribió Marcos Nobre.

El tiro parece haber salido por la culata. Brasil ha descubierto de golpe, que a parte de su filho bonito, tenía un hijo bastardo. Y que este hijo –espontáneo, violento, machista, homófobo– quiere venganza. La osadía táctica de Bolsonaro, el nuevo filho do Brasil,ha sorprendido. Bolsonaro ha encontrado una fórmula interclasista que conecta el sur y el norte del país por el interior, evitando el izquierdista nordeste. La defensa de Bolsonaro de la música sertaneja era su último as bajo la manga. Una carta clave para consolidar su hegemonía territorial. Bolsonaro se dirigía a un Brasil inexistente en el relato oficial de las últimas décadas progresistas, que prioriza el nordeste y sudeste, la paupérrima tierra natal de Lula y los estados que moldean la industria cultural (São Paulo y Río de Janeiro principalmente).

Bolsonaro ha desplazado el tablero. En el Centro Oeste, corazón sertanejo, Bolsonaro arrasó: 57,24% en Goiás y 60,4% en Mato Grosso. En el estado de Pará, epicentro del tecnobrega, Bolsonaro obtuvo un histórico 36,19%, cifra que casi duplica la del petista nordeste. En la Amazonia, históricamente petista en las elecciones presidenciales, cuanto más distante es la región mejor resultado bolsonarista. En el Estado de Amazonas, Bolsonaro cosechó un 43,48% de los votos. Y en tres estados amazónicos, Bolsonaro superó el 60% de los votos: 62,97% en Roraima, 62,24% en Acre y 62,24% en Rondônia. El PFL de Bolsonaro coloca en el segundo turno para gobernador a candidatos en Rondônia (Coronel Marcos Rocha) y en Roraima (Antonio Denarium). Además, en Amazonas, el Partido Social Cristão (PSC), antiguo partido de Bolsonaro, se cuela en el segundo turno con Wilson Lima.

Las músicas consideradas brega por una élite cultural que idolatra las músicas de raíz como el samba (sudeste) o el forró (nordeste) son la metáfora del abismo que se ha abierto entre el lulismo y el Brasil real. En la etiqueta Música Popular Brasileña (MPB) no caben las músicas que Bolsonaro considera populares, como la sertaneja o la caipira, típica del interior de São Paulo. En el lulismo, un afrodescendiente del nordeste es considerado parte de una minoría a ser incluída. Un indígena evangelista de la Amazonia está fuera de la foto. O es directamente estigmatizado. Aunque el cine evangelista domina la taquilla del mercado cinematográfico de Brasil, sus películas no entran en el circuito comercial. El lulismo fue perdiendo hegemonía en la medida en que se olvidaba de algunas minorías, como la evangelista, que acabaron siendo mayorías. El acordão macropolítico con los líderes evangelistas acaba siendo inviable cuando desprecias su cultura.

El bolsonarismo aspira a sustituir al lulismo como nueva hegemonía nacional. Apostar por las regiones y territorios con culturas bregas y estigmatizadas por la superioridad moral de la izquierda ha sido apenas el último movimiento táctico de Bolsonaro para conseguirlo.

Conquistar las periferias

El fenómeno Bolsonaro tiene otro bastión: las violentas periferias de las grandes ciudades. En Río de Janeiro, Bolsonaro consiguió el 59,79% de los votos, arrasando en los distritos más pobres. Río de Janeiro, estado asolado por la violencia, es el gran laboratorio de Bolsonaro en el sudeste. Y metáfora perfecta de los habitantes de las periferias urbana, hartos de la violencia. Los gobiernos del PT y sus aliados regionales fracasaron en la erradicación de la violencia. En Río de Janeiro, las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) fueron un desastre. Después de las Olimpiadas, Río de Janeiro vuelve a estar en medio de la guerra entre traficantes, la dictadura de la milicia(paramilitares) y la brutalidad de las fuerzas de seguridad del Estado.

Los estudios de la socióloga Rosana Pinheiro Machado, que investiga en la periferia de Porto Alegre, revelan que buena parte de las favelas apoya a Bolsonaro. “Piden orden en medio del caos. El deseo de porte de armas es una expresión de un apelo por la seguridad pública”, afirma Rosana. La seguridad ha sido el verdadero epicentro de la campaña de Bolsonaro. Mientras valores progresistas como la diversidad, la inclusión o la equidad no han seducido a los votantes, el deseo de seguridad ha penetrado en los corazones de los brasileños. Y han aparecido bolsonaristas improbables, como youtubers negros, militantes LGTB o mujeres, atacados constantemente por el candidato ultraderechista. Bolsonaro, en la entrevista de la TV Record, afirmó hábilmente que los izquierdistas le acusan de homófobo, machista o racista porque no pueden llamarle corrupto: “Siempre pregoné la unión de todos en un único corazón verde y amarillo que la izquierda dividió”.

El imaginario predilecto de Bolsonaro ha sido “la familia”. Criticando la “ideología de género” que según él se enseña en los colegios brasileños, los mensajes homofóbicos y contra el feminismo han invadido los chats de WhatsApp familiares. Es verdad que el bolsonarismo navega sobre un océano de fake news contra sus oponentes. Pero el verdadero acierto de Bolsonaro ha sido escoger los temas sobre los que construir una sucia campaña subterránea y whatsappera esencialmente emocional. Los discursos de los partidos de izquierda pasaban de puntillas sobre la familia y la seguridad pública.

Contradicciones

El lulismo está tocado. Se parece menos al Brasil real que hace una década. El Brasil retratado en la película O filho do Brasil desentona en esta nueva era. La fórmula lulista que unió en los años ochenta a sindicatos y a las iglesias católicas, al interior y a la ciudad, al empresariado y a las clases populares, se resquebraja. Parte de las clases populares que salieron de la pobreza gracias a programas sociales se ha hecho conservadora. Muchos votan a Bolsonaro. En las periferias, los templos evangélicos son más influyentes que los programas institucionales o las iglesias católicas progresistas.

Sin embargo, las contradicciones de Jair Bolsonaro son profundas. Y pueden ser lo suficientemente grandes para que no se consolide a medio plazo. Por un lado, el bolsonarismo es un nuevo tipo de fascismo tropical que azuza, en palabras de la investigadora Esther Solano, un enemigo interior, “el izquierdista”. El odio no se dirige hacia el exterior (inmigrantes), sino contra casi la mitad del país, algo difícilmente sostenible en el tiempo. Además, los discursos de odio de Jair Bolsonaro están haciendo aumentar en las calles los ataques contra quien no es bolsonarista. En los últimos días se han registrado 50 ataques: a minorías, a mujeres, a capoeiristas, a indígenas, a activistas. Esa contradicción, hablar de seguridad y generar violencia, puede pasarle factura en los sectores más tradicionales y en las familias, católicas o evangelistas.

Marcos Nobre habla de las elecciones de la venganza. Y Bolsonaro, el filho agressivo do Brasil, encarna todas las venganzas. La venganza contra el lulismo. La venganza de las élites. La venganza del Brasil brega. La venganza de los evangelistas. La venganza de los pobres incluídos por el consumo pero que siguen sin derechos. Aunque Fernando Haddad, candidato del PT, descendiente del filho do Brasil, sea presidente, el bolsonarismo llegó para quedarse. Cualquier guerra fratricida contra el nuevo hijo de Brasil será un suicidio para el país. Los hijos de Brasil, el lulismo y el bolsonarismo, tendrán que aprender a convivir.